lunes, 29 de diciembre de 2008

Tratado sobre la envidia



Según las leyes divinas, se la identifica como uno de los pecados capitales. Lejos de toda connotación religiosa y moral, nos pertenece pues, no es más que un sentimiento inherente a nuestra raza. Ningún animal puede dar lugar a todo aquello que nos compete. Sencillamente por carecer de razón. Justamente es la razón la que nos permite diferenciar a este sentimiento venenoso, si se me permite realizar una calificación, de cualquier otro. La razón nos dicta que este sentimiento aparece, como la mayoría, manifestándose corporalmente. Si pudiera dar rienda suelta a mi imaginación, diría que es comparable con estar solo en una habitación absolutamente vacía, parado en el centro de la misma sin atención alguna a nada y de pronto, una ola de fuego invadiendo el ambiente para quemar por completo todo vestigio humano.

Sorpresiva, incalculable y muy poco predecible.

Aparece, llega hasta el lugar más recóndito del cuerpo y se mantiene allí todo el tiempo que se le antoja para finalmente escapar como el ladrón más profesional, dejando tan solo una estela de desazón.

Irrumpe como el hambre, súbitamente y salvajemente, poniendo al ser en estado de jaque. Muchas veces en jaque mate y otras tantas, obligando a la voluntad misma a enfrentarse con el rostro más feroz.

Notablemente el cuerpo acompaña esta metáfora. Daría la sensación que la temperatura corporal en esos instantes donde el sufrimiento por una usurpación impecablemente cometida, rompe estadísticamente hablando, todo tipo de variable posible. Ese fuego que nace en el centro del organismo, si existe un nomenclador que nos facilite el hallazgo, se prolonga hacia otros sitios más delicados, exigiendo una destreza excelente que permita obrar de un modo "oculto". Me refiero a los ojos... ¡Pobres ojos! Vidriera del alma. Presos de un conductor que sólo se empecina en realizar un suicidio posible. No son más que víctimas que pese a ello, buscan una contra orden que permita la exposición más reservada.

Por si fuera poco y como anteúltimo paso hacia la entrega total, el sudor comienza a reproducirse de moto tal, alterando todo tipo de discreción. Los músculos se tensan como respuesta a todo el caudal de veneno que baja del cerebro.

Luego de toda esta pobre y pequeña descripción, nos da como resultado final una posible acción.

Quisiera ser cauto en este punto, pues la subjetividad debe tenerse muy en cuenta. Sin embargo como respuestas posibles y casi universales, acompañan a esta epidemia, la bronca, la maldad, la ira, el odio, la vergüenza y finalmente la angustia.

Horrible sentimiento, el más eficaz de los venenos.

No es más que un sentimiento que puja por salir y revelar la carencia por la falta.

El deseo siniestro transformado negativamente en frustración.

Inquisidoramente fortuito y desdichado, de una u otra manera, siempre logra su cometido; el sinsabor amargo de algo que contradictoriamente nunca se tuvo, pero sin embargo se desea incansablemente hasta crucificar a la conciencia más débil e infantil

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