Cuando los frenos acudieron con ese sonido inconfundible, me bajé del colectivo con un sentimiento de calambre que llegaba hasta el alma, el viento bofeteaba mi cara, provocando que una lágrima de frío recorriera el borde de mis ojos para dejarse caer al vacío, sin retorno. Apuré al chofer propinandole unas pocas monedas que aún me quedaban en el bolsillo del pantalón; tomé mi bolso y crucé la gran Avenida desolada o mejor dicho, superpoblada de mis recuerdos. Todavía se encontraba el bar de Paquito, tan congelado en el tiempo. Era propicio cortar la helada con un buen trago. Un perro casi levantó la mirada al verme llegar, y la cola se movía producto del frío y no tanto por la bienvenida. Al ingresar, mis fosas nasales se vieron invadidas por ese olor a noche, a humo estancado, a baulera con humedad. Las mesas con base de mármol rajado, se disponían en fila contra las ventanas, tan llenas de alcohol desparramado, de besos desolados, de putas de antaño. Cuando Paco me vio, movió su cigarro y lo presión contra la comisura de sus labios. Algunos parroquianos, sentados en la barra, soñaban con una vida mejor, mientras la luz amarillenta propiciaba de aureola en sus cabezas sucias. Me acerqué y dije: Lo de siempre Paquito. La ginebra era fuego regresando al volcán. El billar que resonaba de fondo, mientras la radio que había sido adquirida con un préstamo del Banco Nacional, vomitaba la voz de un tango que decía algo así como "Siempre se vuelve al primer amor". Ajeno todavía a los brazos de la mujer que supo esperar con paciencia y querencia el tiempo de mi venenosa condena.