miércoles, 8 de octubre de 2008

Esclavo a su servicio



Aquella tarde soleada de verano, el calor castigaba de modo tal que el oxigeno perecía ser escaso, al menos para mi. Perecía derretirse el techo del carruaje como una lluvia de fuego, involucrándose con la pasión que mi cuerpo sentía al ver sentada a mi lado a la Condesa Francesca de Touraine, tan perdida en el paisaje. Sin duda alguna, mi boca reseca hubiera calmado la sed que sentía, tan solo pegarse a esos labios de fresa. Era un acto de absoluta prudencia mantener mi deseo de observarla lo más profundamente hundido en la oscuridad de mi inconsciencia... pero que difícil era, con tan solo sentir el aire caliente que desparramaba con el movimiento de su abanico. Eran caricias incondicionadas, suspiros de un amor transeúnte y perdido en el olvido. Desde luego que jamás accedería a tan dulces tentaciones, pues mi condición social me lo privaba. Solo me correspondia el precioso regalo de soñar despierto, sumergiendome en la fantasía tan mía, tan circunscriptamente mía. Con el rabillo del ojo, me llenaba con la blancura de sus pechos, tan marcadamente sujetos a ese escote empecinado en mantenerlas dentro del corral. Fantaseaba con la idea de ser tan Rómulo, tan Remo, colgado eternamente de tanta pureza ajena. Era un pobre hombre en llamas, hecho cenizas que ni siquiera el viento se apiadaba de desparramar por el espacio. Estaba muerto en vida, sintiendo año tras año la horrible represión de mis deseos mas colmados. Mordía mi labio buscando una absurda semejanza con esa carne tan sensiblemente fresca. Cuando esa gota de sudor fue viajando como miel por ese cuello tan esculturalmente formado, me sentí desfallecer con el simple hecho de pensar que yo podría ser en ese mismo momento, tan solo pan tostado para su mordida tenaz. El movimiento del viaje era la danza mas brutal que sacudía mi cuerpo, y con el, mis fantasías. Debía comportarme, encasillarme en mi lugar, en la esclavitud mas declarada, y sin embargo me resultaba imposible acallar los gritos de mis pulsiones. Era pertinente reclamar en silencio la eternidad de ese viaje, porque jamás volvería a estar tan cerca de mi Condesa. Tan sumisamente obedecía a sus pedidos, que era menos que un perro abandonado en la nieve dulce de invierno. Dormía tan lejos de su alcoba, en las catapultas de su castillo, y sin embargo mi olfato era tan agudo que por las noches de verano sufría sobredosis con el aroma de su piel desnuda en su cama. Increíblemente su mano sin quererlo, rozó mi piel sudada, y con solo ver que se limpiaba con su fino pañuelo de seda hindú, no podía pretender ser más que un simple borde de tela que absorviera la fragilidad de su semblante aterciopelado. Ese rasgo, ese gesto de asco que su cara me regalaba, parecía un regalo del cielo. Al menos ser producto de su desprecio, me daba un lugar seguro en su vida, un lugar irreemplazable, porque ni el río más putrefacto podía despertar en ella tanto rechazo como yo si podía hacerlo. Cuanto poder absurdo sentía en ese momento. Tan único, tan de ella. Imperioso de mi parte era controlar lo que sentía... pero como hacer que un alud sea frenado con la yema de un dedo? imposible imaginarlo, y tan asquerosamente satisfecho me sentía, que tan solo debía excusarme en la fuerte desolación que ese infierno me provocaba. Así llegamos a destino, ella tan lejos y tan dentro mio, y yo tan eficazmente a su servicio.