Una tarde cualquiera, en una ciudad primitiva, el hombre llamó a su puerta, y la mujer respondió. Sentados en el sofá, solo dominaban el espacio interior con una batalla de miradas asesinas. Las horas corrían, y tan solo hacían cosas que hacen los demás. Embriagaban sus sentidos con gotas de oxígeno ausente. Él quiso decir, y ella quiso callar. Cada vez más cerca, la dimensión del estallido arrasó como una onda expansiva, volando por los aires los besos robados. La señal criminal llegó hasta una nueva galaxia manteniéndose errática, estática, desarmada, abrumada. Cuando la locura sació, comenzó a descender velozmente como una flecha de fuego. Justo fue a caer en la mínima porción eléctrica que reunía el hombre y la mujer. Luego se hizo la noche, él debió partir y ella silenciosamente rogó por su presencia entre plegarias vacías. Finalmente la realidad imperó salvajemente con un cachetazo seco. El hombre partió, cuando minutos antes frente al viento ella había partido en presencia. Él no pudo dar cuenta que había dejado su sombra en el sofá. La mujer lo dejó ir soltándole los huesos para entregar su inocencia y la amplitud de su ser. Perversamente rieron los dos.
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